jueves, 11 de abril de 2024

Maneras de vivir

Casi de siempre, desde que siendo bien chico conocí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada uno de sus recovecos para descubrirme e identificarme con el terruño que aquellos modelaron hasta hacerlo suyo. Con esa querencia, he perseguido cualquier hilván de pizarras que, pese a estar callado me susurrara sus enigmas, he mirado en el descosido de toda charabasca por si ocultaba un ripio enmudecido y he husmeado en el interior de cada hormazo de piedra para tirar del hilo que tejiera cualquier historia. Y haciendo de esta manera, el otero de La Verónica no quedó ajeno a un trajín tan ilusionante. Tan cotidianas como la ‘rociá’ que brilla con el primer hilo de luz de la mañana, aquellas sencillas corralizas me insuflaron el suficiente ánimo para no abandonar unas inquietudes tan prematuras.

En el lugar, de muy zagal y del báculo de mis mayores, aprendí a caminar sin un ápice de vértigo por la estrechez de la herradura del río y a salir del barranco sin que se me quebrara el aliento. Después, mucho después, cuando supe de terrazas, acrópolis y fortines, con los ojos como rastros diseccioné cada palmo de tierra, desentrañé cada ripio de piedra y, con cada tiesto, creí experimentar lo que pudieron sentir nuestros ancestros al manipular una pieza, la que para ellos era un útil cotidiano. Busqué y mil veces busqué… una roca bermeja, ancha y abarquillada para moler grano, una espiral tallada en una estela o una cazoleta horadada en la roca, ¡qué aún no he llegado a saber qué demonios simboliza! Pero también hurgué allí donde pudiera haber un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, la quebrada forma de una tulipa o el toque aristocrático de una copa funeraria…, y al fin con la ilusión de sentir cómo empuñaron una alabarda o se ataviaron con una diadema de plata. Me encaramé a un bastión, supuestamente inexpugnable y ahora doblegado por el peso del tiempo, y oteé su horizonte. Zigzagueé por sus estrechos e imaginarios adarves sin presentar batalla y quise divisar sobre un altozano distante cualquier señal de alerta, una estela de humo que se elevara entre una cohorte de pavesas.

Pero, inmerso en aquel desatino, no fui capaz de desentrañar la esencia verdadera que les dio aliento. Fue tarde, quizá en el ocaso de un silencioso día de otoño, cuando aprendí a detenerme un instante, sentarme sobre una peña y observar cada detalle del entorno, por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de experimentar lo que aquella gente sintió al comulgar con la naturaleza que los envolvía; fue entonces que disfruté de algo tan sencillo como el horizonte por donde mana el río, un paisaje que se retuerce una y cien veces huyendo hacia un norte que se difumina en la memoria de los tiempos. Quiero creer que fue entonces cuando descubrí las bondades del viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.

De tanto observar a la acrópolis nunca antes vi lo que se derramaba a su vera. Colgado del barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras, sus pozas y sus bancales, como una extensión diacrónica del poblado argárico. No supe verlo, Y como si fuera un eco atemporal del viejo martillo minero, allí estaba la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Cicatrizados sobre la roca, aquellos versos siempre estuvieran así de cerca, como una huella imperecedera, casi eterna, pero no supe verlos. Mi criterio histórico me dice que el huerto, con su corraliza de cabras, fue después que el poblado argárico de La Verónica, pero lo cierto es que el uno y el otro siempre fueron, porque responden a una misma manera de convivir con la naturaleza. Esas formas de hacer, de construir, no son un modo cultural que responda a un momento histórico concreto, en verdad es la manera de proceder que nos impone esta tierra, tan áspera y tan difícil de doblegar. Desde los comienzos de la humanidad hubo unas directrices para lidiar con este pellejo serrano, las que dominaban los pobladores de La Verónica y los constructores del huerto de la ‘Bizca’, pero también la conocían a pie juntillas los que armaron el rajal de las colmenillas, las torrucas de roza y merinas o los ranchos carboneros. Con el tiempo, triunfó la desmemoria y una supuesta racionalidad que no tiene nada de humanidad y sí de expolio. Doblegamos unas maneras de hacer e, imitando al norte, perdimos el sur. Como paquidermos, penetramos en la rueda de la productividad, en el mecánico hastío de la rutina diaria, en gastar, tirar y quemar, y nos dejamos llevar por la filosofía del despojo. La tierra siempre nos dictó sus normas, pero ahora las repudiamos y las silenciamos en la ancha papelera del escritorio.

Se nos enseñó a correr para llegar lo más lejos posible…, pero en el camino perdimos la humanidad y el criterio que nos permitía diferenciar la verdad del autoengaño. Y como idiotas seguimos perdiendo el tiempo, y hasta la vida, queriendo adelantar a los demás.

Inmersión en la pecera, / inmersión en tu pecera, / inmersión en mi pecera. / ¡Listos para la inmersión!

Derribos Arias






sábado, 6 de abril de 2024

Al hilo del castillo y los dislates de Patricio

Al hilo de los asuntos de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, aunque sin ningún sentido geopolítico para el momento histórico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una compleja partida de ajedrez disputada a todo lo ancho del pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada opinión, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada ‘cascarro’, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le damos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado. Aunque, para hacer honor a la verdad, hay que dejar negro sobre blanco que sus paredes acogen un buen número de singularidades iconográficas.

Y estando con aquellas trapacerías, nos dio por echar la mirada a los capiteles que se distribuyen por el área de poniente de la fortaleza (3) y barruntar cualquier dislate con poco cimiento. Se ha escrito (Arboledas, Román, Padilla y Moya, 2014) que pertenecen a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), es decir, una edificación que, a modo de capilla, estaba consagrada a una deidad. En la misma se depositaban pequeños exvotos de barro, toda clase de anhelos y una promesa en firme, aunque esto último es de mi cosecha. Si admitimos el argumento de la estela o ara votiva, que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, hemos de dar por bueno que fue patrocinada por una tal Felicia y que sus capiteles, cronológicamente, estarían catalogados entre los siglos I y IV. Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos parece improbable enhebrar algún hilo que nos aporte respuestas, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que, a modo de migajas de pan, nos ponen en vereda. Ítaca está cerca. Así es, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tantos usos, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el ‘Laero’. Cierto, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los bardales medianeros, los que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversas piezas de un fuste tallado en granito. Por otra parte, hasta no hace mucho tiempo, tan poco que no ha habido lugar para dos cosechas, un fragmento muy similar se encontraba junto al Camino Romano, donde formaba parte de los sillarejos que encorsetaban la portera de acceso al olivar colindante. En la misma línea, idénticos a todos estos, otros dos fragmentos todavía reposan en la Huerta de Penecho. Estas últimas porciones eran parte del lote de piedra, sillares y tambores de pilastra extraídos de la iglesia de Santa María del Cueto, la que se duerme hoy a la vera del castillo y bajo el polvo del olvido, y que adquirió la familia de Luciano Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta.

Por el contrario, no hará más de tres lustros y en la calle Fugitivos, sobre la grada que antecedía a la casa de Nicolás, se encontraba un fuste completo que, volcado en horizontal, hacía las veces de asiento. Siendo de granito, como los anteriores, cuando los capiteles están tallados en roca arenisca, puede parecernos una extraña conjunción arquitectónica, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos semejantes. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en la singular ciudad romana de Munigua, o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).

Dándole vueltas al asunto, Patricio opina que los fustes podrían tener su origen en las canteras de granito de la vecina dehesa de Burguillos, en Bailén. Lo dicho, lo mismo yerra… pero igual no. ¡Pero es que hay veces que tiene cada desatino!

Y metidos en faena, ¿de qué iba aquello de la decoración que presenta el castillo?

Remirando una y otra vez los muros del castillo, el elemento iconográfico que más llama la atención es la flor de cuatro pétalos que figura en el frente de una de las torres del mediodía. Así nos lo certifica la aglomeración de turistas, que no viajeros, que de cotidiano la envuelven mientas reciben las correspondientes explicaciones. Pero no son de menor interés el zigzag que, contracorriente a la norma, se despliega en vertical junto a la ‘almena gorda’, o lo que parece evocar una alineación de varias cruces de San Andrés, cuando en realidad se asemeja más al eje vertical de una sebka. En el interior y si nos dejamos llevar por el único ojo de Patricio, que no tiene mal tino, también podremos observar lo que parece una espiga de cereal y una cruz que coronaba un enterramiento infantil, pequeña, aunque de anchas proporciones. Mientras tanto, al exterior, en un lienzo de la muralla que mira al mediodía, una pieza diminuta ornamenta el enlucido. A simple vista parece un sencillo ‘capitelillo’ fuera de lugar y sin sentido explicable, o al menos a esas cuentas llega mi báculo.

Dejando a buen recaudo estas ovejas negras, que más parecen renglones torcidos de la norma, lo que mayoritariamente observamos es el ‘esqueleto’ de un falso despiece de sillares, un querer simular lo que realmente no fue: un muro de sillería. Sobre el enlucido de cal, como trazadas con tirolina, aparecen un sinfín de franjas verticales y horizontales, que no se cortan entre sí, formadas por la acumulación de pequeñas incisiones oblicuas, como si se tratara de un zigzag múltiple y continuo. De una anchura más o menos homogénea, o al menos así es la mayoría de las veces, se reparten por toda la fortaleza, tanto interna como externamente. La función real de estas franjas incisas era dar mayor agarre a una segunda capa de cal, un encintado horizontal y vertical superpuesto que, en suma, daría lugar a ese falso muro de sillares. Totalmente blanco, podría recordar el ‘opus cuadratum’ romano. Con todo, aun así, aparecen algunas otras singularidades que se empeñan en romper el patrón. Así sucede con la acumulación de varias líneas verticales de delgadas líneas incisas, sobre todo presentes en algunas torres del frente norte. En este sentido, la buena intuición de Patricio nos lleva a observar hasta un conjunto de cuatro franjas paralelas, las unas junto a las otras.

Pero puestos a lo que vamos, que no tiene otro fin que poner sobre el tapete aquellos elementos del castillo que podrían parecer dislates, a Patricio no le falta intuición para dar con ellos. Y estando con esas, cierto día de unos meses atrás, mientras la perrilla me paseaba y uno iba argumentando chismes a mi chiquillo, dimos con un desatino que me pareció de mucho interés, aunque sólo fuera por aquello mismo, por ser el postrero. Se trata de un doble y singular ‘alquerque de doce’ dibujado en vertical sobre el enlucido de un cajón del lienzo de muralla. ¡Vamos, para entendernos por aquí, lo que en Baños llamamos la unión de dos tableros del juego de Los Lobos! Con una posible función apotropaica, aunque desconociendo realmente su verdadero origen y época de tallado, podría ser un símbolo protector realizado tras la toma castellana de la fortaleza. Con el fin mencionado, tras la conquista física de un edificio defensivo que no les era propio, pues como vimos era de construcción almohade, fue también una manera de apropiarse espiritualmente del castillo, de hacerlo suyo en el plano de las ideas. También es posible que fuera una fórmula de carácter mágico para propiciar la buenaventura de sus nuevos pobladores y evitar que, con su uso, fueran destinatarios del mal agüero.

Arropado con toda esta retahíla de chismes, Patricio se viene arriba. Así que, por seguir la misma vereda, me dice que, a ese mismo fin, el de hacerse con la propiedad de un inmueble del que no eran dueños legítimos, responden los restos de almagra que aún se aprecian en ciertos lienzos de muralla, color que no sería otro que el rojo carmesí castellano. Por cierto, también presente en el pendón de San Fernando, simboliza el color de Castilla y tiene sus orígenes en aquel momento (en la definitiva unidad de Castilla y León, 1230). Fue así, de tal manera y de un plumazo, que el blanco almohade se transformó en almagra y lo bereber en castellano. Según Patricio, esto de la mudanza y la rúbrica personal o, como en este caso, de la comunidad, no sólo es propio de nuestro tiempo, como así nos deja ver nuestro castillo. Y es que, en todo momento y lugar, sobre los despojos de la rapiña y el robo siempre se levantan unas nuevas maneras de proceder que también dejan la impronta y la huella del corsario, para lo bueno y para lo malo.

Fragmento de fuste en el Camino Romano


Capitel en el interior del castillo


Fragmentos de columna, Huerta de Penecho

Capiteles y escalinata del templo romano. Autor: Plácida Sánchez

Doble alquerque, muro del castillo


Decoración del castillo, flor y encintado



miércoles, 27 de marzo de 2024

Al hilo de las cosas del castillo

Al hilo de las cosas de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato; y enzarzados en si fueron erigidas por gracia de Alhakén II, pero sin ningún sentido geopolítico, o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada de una maraña defensiva, como si se tratara de una compleja partida de ajedrez disputada sobre el pellejo fronterizo de Sierra Morena, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Mientras tanto, con el tiempo y con cada tuit, cada una de sus grietas se hace trinchera. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar cada cascarro, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le demos una repensada tenemos un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada en recodo de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o con la decoración de sus lienzos de muralla, donde no llegamos a discurrir con mucha claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado, aunque para hacer honor a la verdad hay que decir presenta un buen número de singularidades iconográficas.

Y estando con aquellas, nos dio por acordarnos de los capiteles de arenisca que salpican el área de poniente de la fortaleza y hacernos algunas preguntas. Pertenecientes a un templo o sacelio dístilo (dos columnas), posiblemente patrocinado por una tal Felicia si aceptamos el argumento de la estela o ara votiva que se localizó durante las excavaciones arqueológicas de la primera década del siglo XXI, están catalogados cronológicamente entre los siglos I y IV.  Pero, ¿y qué fue de sus fustes? Poca memoria nos queda, o ninguna, ¿pero materialmente qué ha sido de ellos? Aunque, a la luz de las noticias que tenemos, nos pueda parecer improbable enhebrar algún hilo, si miramos con cautela y buen tino nos daremos cuenta como van apareciendo pequeñas piezas de un puzle que nos entallan por el buen camino. Ítaca está cerca. Veamos, pues, cuarteados por el paso del tiempo y desgastados de tanto uso, duermen encastrados como simples ripios en los muros vecinales o desparramados por el Laero. Así es, en las inmediaciones de la fortaleza e integrados en los muros medianeros que separan los corrales de la calle Santa María del callejoncillo del castillo, han aparecido diversos fragmentos de un fuste tallado en granito. Muy similar es la pieza que, hasta hace bien poco tiempo, se encontraba junto al Camino Romano y que formaba parte de los ripios de una portera; o los que aún se encuentran en la Huerta de Penecho. Estos últimos integraban el lote de piedra, sillares y tambores de pilastra obtenidos de la iglesia de Santa María del Cueto, a la vera del castillo, que adquirió la familia Rodríguez para, con las mismas ruinas, dar un toque de jardín romántico a dicha huerta. Sin embargo, en la calle Fugitivos, en la grada que antecedía a la casa de Mariano, hasta hace poco más de una década se encontraba un fuste completo que hacía las veces de asiento. Siendo también de granito, cuando los capiteles están labrados en arenisca, puede parecernos una extraña conjunción, pero nada más lejos de la realidad. En Sierra Morena, sobre todo en los ámbitos mineros, no son pocos los casos que se asemejan. Valga de testimonio el templete, también dístilo, que podemos apreciar en Munigua o Mulva, sierra adentro del núcleo urbano de Villanueva del Río y Minas (Sevilla).

Capitel junto a la escalinata de acceso al templo. Autor: Plácida Sánchez Rosales




Fragmento de fuste junto al 'Camino Romano'



Templo dístilo en Munigua. Autor: Turismo de Sevilla


lunes, 11 de marzo de 2024

De símbolos apotropaicos

Al hilo de nuestro castillo, embarrados en discernir si sus murallas son de origen califal o almohade, cuando anecdóticamente ambos periodos históricos se rigen bajo el cetro de un califato, o si fueron erigidas por gracia y buen criterio de Alhakén II o se levantaron por orden de Yusuf al Mansur como pieza destacada en una compleja partida de ajedrez, hay uno y mil detalles de interés que han quedado relegados en el altillo de la desmemoria. Apoyados en el báculo de Patricio, en su disparata manera de mirar e interpretar, lo que a primera vista nos puede parecer una minucia a poco que le demos una repensada se hace un sillar que nos arma un castillo. Así ocurre con la entrada de la fortaleza, desfigurada a fuerza de tantos usos y retoques, o la decoración de sus lienzos, donde no llegamos a discurrir con claridad si se trata de un complejo esgrafiado o un simple encintado, pero que presenta un buen número de singularidades. Ese es el caso de la afamada flor de cuatro pétalos presente en una almena, pero también de un zigzag a contracorriente de la norma, un pequeño y sencillo 'capitelillo' o la sucesión de lo que podríamos denominar como varias cruces de San Andrés, cuando en realidad podría ser el eje vertical de una sebka. Aunque lo que más me llama la atención es el último hallazgo, que descubrí recientemente mientras paseaba con la perrilla, un doble y singular ‘alquerque de doce’ dibujado en vertical sobre un cajón del lienzo de muralla. ¡Vamos, lo que en Baños llamamos un tablero de Los Lobos! Con una posible función apotropaica, podría ser un símbolo protector realizado tras la conquista castellana del castillo. Si ya me lo decía con su vozarrona el bueno de Antonio, por lo que me toca y contrario a la costumbre: ‘si la puerta la hicimos tu chacho el Fino y un servidor, de peón’.



lunes, 4 de marzo de 2024

La edad

Casi de siempre, desde que siendo bien chico descubrí que en mi pueblo había presencia de una cultura antiquísima, he hurgado en cada uno de sus recovecos para descubrirme e identificarme con el terruño que modelaron hasta hacerlo suyo. Con ese afán, he perseguido un hilván de pizarra, aunque en silencio me decía mucho, he mirado en el descosido de toda charabasca por si ocultaba un ripio enmudecido y he husmeado en el interior de cada hormazo de piedra para tirar del hilo que tejiera cualquier historia. Y procediendo de esta manera, el otero de La Verónica no quedó ajeno a un trajín tan ilusionante. Tan sencillo como la ‘rociá’, que brilla con el primer hilo de luz de la mañana, aquellas extrañas corralizas me insuflaron el suficiente ánimo para no abandonar tan prematuras inquietudes.

En el lugar, de muy zagal y mirándome en mis mayores, aprendí a caminar sin un ápice de vértigo por la estrechez de la herradura del río y a salir del barranco sin que se me quebrara el aliento. Después, mucho después, cuando supe de terrazas, acrópolis y fortines, con los ojos como rastros diseccioné cada palmo de tierra, desentrañé cada ripio de piedra y, con cada tiesto, creí experimentar lo que pudieron sentir nuestros ancestros al manipular una pieza que era un útil cotidiano. Busqué y mil veces busqué… una roca bermeja, ancha y abarquillada para moler grano, una espiral tallada en una estela o una cazoleta horadadas en la roca, ¡qué no sé qué demonios simboliza! Pero también hurgué allí donde pudiera haber un cacho de barro con el pellizco de un mamelón, la quebrada forma de una tulipa o el toque aristocrático de una copa funeraria, y todo con la ilusión de empuñar una alabarda o ataviarme con una diadema de plata. Me encaramé a un bastión, supuestamente altanero y ahora doblegado por el peso del tiempo, y oteé su horizonte. Zigzagueé por sus estrechos e imaginarios adarves sin presentar batalla y quise apreciar sobre un altozano distante una señal de alerta, una estela de humo que se elevaba entre una cohorte de pavesas.

Pero, inmerso en aquel desatino, no fui capaz de desentrañar su esencia verdadera. Fue tarde, quizá en el ocaso de un silencioso día de otoño, cuando aprendí a detenerme un instante, sentarme sobre una peña y observar cada detalle del entorno, por nimio que fuera. Entonces y sólo entonces fui capaz de experimentar lo que aquella gente sentía al comulgar con la naturaleza que los envolvía; fue entonces que disfruté de algo tan sencillo como el horizonte por donde manaba el río, un paisaje que se retorcía una y cien veces huyendo hacia un norte que se difumina en la memoria de los tiempos. Quiero creer que fue entonces cuando descubrí las bondades del viento, la lluvia y el olor a tierra mojada.

De tanto mirar a la acrópolis jamás vi lo que se derramaba a su vera. Colgado del barranco, acunado por el tiempo y domeñado por el olvido, el huerto siempre estuvo ahí, como sus piedras, sus pozas y sus bancales, como una extensión diacrónica del poblado argárico. No supe verlo, Y como si fuera un eco atemporal del viejo martillo minero, allí estaba también la callada voz de sus hortelanos, clamando por llamar mi atención como sirena huérfana de marinero. Cicatrizados sobre la roca, aquellos versos siempre estuvieran así de cerca, como una huella imperecedera, casi eterna, pero no supe verlos. Mi criterio histórico me dice que el huerto, con su corraliza de cabras, fue después que el poblado argárico de La Verónica, pero lo cierto es que el uno y el otro siempre fueron. Esa manera de construir no es modo cultural de un momento histórico concreto, en verdad es la manera de hacer que nos impone esta tierra, tan áspera y tan difícil de doblegar. Desde los comienzos de la Humanidad hubo unas directrices para lidiar con esta tierra, y la dominaban los pobladores de La Verónica y los constructores del huerto de la ‘Bizca’, pero también la conocían a pie juntillas los que armaron el rajal de las colmenillas o el pantanillo del arroyo Rumblarejo. Con el tiempo, triunfó la desmemoria y una supuesta racionalidad que no tiene nada de humanidad y sí de expolio. Doblegamos unas maneras de hacer e, imitando al norte, perdimos el sur. Como paquidermos, penetramos en la rueda de la productividad, en el mecánico hastío de la rutina diaria, en gastar, tirar y quemar, nos dejamos llevar por la filosofía del despojo. La tierra siempre nos dictó sus normas, pero ahora las repudiamos olvidándolas en la ancha papelera del escritorio.

Se nos dijo que había que correr para llegar lo más lejos posible…, y el camino perdimos la humanidad y el criterio para dilucidad la verdad de la mentira. Y como idiotas seguimos perdiendo el tiempo, y hasta la vida, intentando adelantar a los demás.

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