domingo, 12 de noviembre de 2017

Los pilares de un paisaje urbano: Baños de la Encina

En los primeros años de la "Modernidad", la aldea de “Bannos” se constituye como plaza básica en la protección y abastecimiento del Camino Real de Andalucía a través del Puerto del Rey (su Concejo tenía Concesión Real para el cobro y deberes de “robda”). No en vano la propiedad concejil de la Venta de Miranda era el único punto de aprovisionamiento en el corazón de Sierra Morena -antes lo fue la de Los Palacios en la vía del Muradal-, a medio camino entre el Viso del Marqués y el valle del Guadiel, se posiciona como principal posta del Camino. Gestionada por un arrendatario, su abultado alquiler -14.300 reales anuales- le convierte en uno de los más importantes ingresos de las arcas municipales.

Pese a la baja calidad agraria de los suelos serranos, la bondad climática invernal hace de este territorio al sur de Sierra Morena uno de los principales pastaderos de extremo para la oveja merina castellana, verdadero pilar económico de la Castilla bajomedieval. La brusca unión de las estribaciones serranas con el valle de arcillas miocénicas de la Campiñuela, engendra los primeros destinos territoriales de esta cañada sin necesidad de penetrar en una serranía por aquellos años muy agreste y feraz. La toponimia de algunos de estos parajes nos evidencia su uso ganadero primigenio: Mesto, Majavieja, cerro de la Mesta o Dehesa del Llano.

Junto a estos dos pilares económicos hemos de reconocer un tercero que permitió que la población arraigase en una tierra que, en principio, no era atrayente debido a su carácter agreste: la concesión, realizada por Fernando III, de un “término privativo” propio gestionado por los pobladores de la entonces aldea dependiente del Concejo de Baeza, bajo cuya jurisdicción recaía. Este hecho, posteriormente ratificado por su hijo Alfonso X y distintos monarcas, entre ellos los propios Reyes Católicos, propiciaba la gestión económica de un territorio, sin cargas económicas, bajo el mando de un muy reducido “concejo aldeano” que en principio encabezaba el propio alcaide del castillo. A Corveras y Carvajales, mandatarios encastillados durante las Guerras de “Banderías” acaecidas en las postrimerías de la Edad Media, sucedieron varias ramas familiares que llegaron a estar completamente emparentadas entre sí, y que comandarían la ya Villa a lo largo de los siglos XVII y XVIII: Molina de la Zerda, Delgado de Castilla, Zambrana, Salcedo o Galindo.

Fotografía: Antonio Miraves

jueves, 9 de noviembre de 2017

El vientre de los Turrumbetes

Un tiempo atrás, husmeando por la redes, por fin encontré una mínima referencia a una toponimia tan bañusca como lo es “turrumbetes”. Hasta entonces desconocía totalmente el trasfondo semántico de la misma, más aún, dudo que algún paisano la conociera. Se trataba de una web, de un pequeño municipio de la “vieja” Castilla, que recogía una especie de vocabulario local. Ahí enumeraba la palabra “turrumbero” o “turrumbete”, que definía como barranco o despeñadero.

Con los pies en el Cueto (alto enriscado en castellano viejo) y formando parte de la primera mesnada castellana que arribó con propiedad al castillo, que mejor apelativo que éste para definir el barranco que rodeaba y rodea al coloso.

Era este lugar, por los años de de mi infancia, un excelente lugar para poner patas arriba el trascurrir cotidiano. Por aquellos días y siendo pago donde se elevaba el único hotel del pueblo, el muy afamado Mirasierra, por allí había que moverse para ver a todo “bicho raro“ que llegara al pueblo: maletillas, actores, comerciales… y turistas. Fruto de la efervescencia turística que planeó sobre el municipio en la segunda mitad de los años 60, el inmueble y sus gestores fueron motor de muchas cosas. Recuerdo, muy vagamente, visitar a una señora que vivía en una de las habitaciones del hotel, creo que amiga de mi madre, pintora o costurera…, poco más me viene a la memoria.

Por allí andaba mi vieja escuela de parvulillos, la llamada como Santo Reino. De cotidiano le faltaban a unos pies para salir corriendo del lugar y, cuando llegaba el fin de semana, nos faltaba tiempo para invadirla saltando por encima de los tejados de las cocheras. El objetivo no era otra que dar por sentado que forzabas la voluntad de los mayores… o así lo creo pasados muchos lustros.

Y allí andaba el chalé del Quemado y las escombreras del pueblo, un fenómeno novedoso en momentos en los que se espabilada lo de construir después de muchos siglos de andar la villa agostada. Con una chapa vieja, la significativa pendiente del lugar y la mucha piedra y ladrillo suelto emulábamos por adelantado lo que luego serían los toboganes de los aquapark que habrían de venir, dándonos de morros con el arroyo de “madres” o la perrera de Luis “Chapa”, el propietario del hotel, posiblemente el mejor cocinero de gastronomía local que anduvo por Sierra Morena. Con su cocina ambulante y una pequeña rehala de perros de caza, era por aquella época la verdadera estrella de muchas de las monterías de nuestra sierra.

Por eso, pasados los muchos años, cuando fui por primera vez a Sierra Nevada y me postulaba como posible geógrafo en ciernes, lo primero que hice, nada más bajarme del autobús, fue meter en la nieve los “litros” que llevaba en la mochila -por ponerlos a “punto de nieve”- y buscar un plástico viejo para tirarnos por la misma… y evocar aquellos espectaculares años de nuestra infancia.



domingo, 29 de octubre de 2017

Abril, VII Recital Sierra Morena Poesía

Son días de lluvia intensa, de vientos que remueven conciencias, devoran asfaltos y alzan remolinos de humo dormido; tardes que desperezan retazos de la memoria, de lo que fuimos y de lo que hemos llegado a ser.

Aquella tarde, como la anterior y como con seguridad lo sería la siguiente, descendía con avidez cada una de las enormes gradas de la empinada calle Mestanza, un viario destartalado, enlosado con cascajos pétreos…, un viejo camino mesteño empeñado en alargar el pueblo viejo hasta los llanos del Santo Cristo y Buenos Aires. Cada escalón daba acceso a una o varias moradas de la margen derecha, según se subía desde la Plaza Mayor, y a diario se empeñaban en rompernos la cabeza, o al menos lo intentaban. Y estaba la rúa flanqueada por casuchas de piedra encalada, de un blanco que rayaba la pulcritud, achaparradas y de obligada simetría. Era por entonces corredera de gente humilde habiendo sido en días hilo urbano de cierto postín.

Siendo como lo era un día especial, marcado en rojo en mi memoria, hasta ese momento, unos minutos después de salir de la escuela, en nada superaba lo que acaecía de cotidiano.

En la esquina de la casona de Joaquinito, el viejo palacete que fuera de los Mármol, doblaba los últimos metros que me llevaban en cuesta a la casa familiar, al horno de mi infancia de la Cuesta de los Herradores, donde se hundían mis raíces y mis deseos futuros. Entre aquellas anchas paredes de piedra y cal se empeñó la memoria en redactar capítulos de mi corta vida, versos que escribía mediante sensaciones olfativas, olores a pan caliente, levadura madre y aceite desahumado con cáscara de naranja. Allí, en el armario que no olía a madera y sí desprendía aromas a canela, matalahúga y limón, una buena cantidad de magdalenas daba forma a mi faena diaria: 16 latas, 320 unidades, 53 bolsas… diez minutos y a correr… desatinos en el Corralón, trastadas en el corral de las vacas de Juan Manuel, un encuentro a pedradas en el Molino, fantasías en el Peñón Gordo, inquietudes y miedos en el Pilarejo… Pero no, aquella tarde no era de tal calado, era día de visita familiar, de mudar aromas, de husmear cuadra y chimenea, fisgonear en cámara y altillo, olfatear higos secos con harina y granaás de cuelga, oler a pepitas de melón… y a despensa de madera vieja.

Mis abuelos maternos moraban en la calle de Las Piedras, dos hileras blancas y enfrentadas, a diferente altura. Un viario de casas impolutas, pequeñas y de umbrales minúsculos, que emergían irregularmente, sin concierto, de la vieja roca que les daba cimiento. La calle se partía en dos trazas separadas por un medio barranco y un muro de pizarra, negro, a modo de poyete de tertulias interminables. Con un firme imposible, parecía una postal sacada de una geografía irrepetible. Mirando a mediodía, la fachada se abría en el lateral de levante dando paso a un portal de chinos, tierra y baldosas de barro, solar de siestas y susurros cuando caía la canícula. El pasillo dejaba a la siniestra un hogar bajo, a pie de suelo con negra trébede, una mesa chica con brasero y rescoldos, pegada al hilo de luz del ventanuco, olor a leña quemada y paredes de cal recién blanqueadas,… y un eterno puchero en constante ebullición. Había un segundo portal, apretado, oscuro, del que colgaba por la derecha una escalerilla de bóveda que subía a la cámara. La misma acogía y daba forma en sus bajos a una alacena chica, de madera, yeso y porcelanas desportilladas a fuerza de pasar de mano en mano, de madre a hija. Dejando a su izquierda unas alcobas minúsculas, frescas y frías, según tiempo, la casucha va a asomarse a un corral de firme irregular, partido sin orden en varias escalinatas. Formado por ripios de asperón, era escenario de muchas siestas de verano secando higos al sol, de amenas tardes de tertulia y costura. Al fondo, donde apenas penetra la luz, cierra el patio con cuadras de pesebres elevados y olor a mundo viejo, a una historia cotidiana estrechamente apretada a la tierra y sus rigores.

Recuerdo a mi abuela peinándose al trasluz, una señora pequeña, pelo fino y blanco, moño apretado, sentada en una silla baja al fondo del portal, en eterna espera. Recuerdo a mi abuelo de tertulia, hablando del campo y del tiempo, en los Piñones y al amparo de un frondoso eucalipto. Era el rincón buena escuela para aprender de las cosas de labor, lugar apartado, pedregoso y difícil. Elevado sobre el vericueto del Mazacote, un coto con las canteras más viejas, pobres y duras para extraer piedra de todo el pueblo, hacía de magnífico altozano a la campiñuela, a la tierra donde derramó día tras día su alma con cada gota de sudor. Un tipo alto, delgado y fibroso, una tez oscura, quemada y cuarteada, apretada bajo su boina, adelantando siempre una sonrisa grande y blanca, amable, la más sincera que uno pueda imaginar.

Desde la casa, me acerco en dos patadas y llamo su atención. Gustaba de abrir ganas con gaseosa y vino tinto, peleón y manchego, que aquí casi todo huele a Mancha, que mareaba en un vaso achatado y redondo, de los viejos de duralex.

Despacio, con movimientos repetidos día tras día, como en una liturgia, mi abuela se acercaba a la vieja despensa de madera y yeso, bajo la escalera de la cámara. Abría la frágil puerta de cristal y de allí, oculta y al amparo de la vajilla, a modo de joya mil veces oculta, sustrae con parsimonia, ofreciéndome un guiño, una ovalada magdalena de concha. Sin cucurucho de papel, eran de las novedosas e industriales, de Bimbo. La recibo como un regalo furtivo, el mejor agasajo de cumpleaños.

Pasados los años, muchos, puede parecer extraño y hasta ridículo, pero la memoria se desentumece y eleva, como si fuera humo, recuerdos olvidados, entrañables, y pone en valor los pequeños detalles que uno dejó pasar y que florecen ahora con la luna de abril.

Hoy, casi todo aquello huele a pavesas que se elevan al cielo, son ceniza: la calle desencajada, los Piñones, Palacio, los portales, la cuadra, los afectos... El calor del asfalto sepulta los recuerdos y el viento anda en calma chicha.

Baños de la Encina, noveno día de las cabañuelas de ida.

Los Piñones y Palacio

domingo, 22 de octubre de 2017

Posá la Cestería y cine pequeño

Rebuscando por estos vericuetos digitales, nuestra casa rural, nuestro rinconcillo, en un corto premiado en el certamen que organiza la Diputación Provincial:

El Plan del Hijo

martes, 17 de octubre de 2017

Compañía Industrial El Piélago, Linares

"Linares, como hemos indicado en otra ocasión, a la sombra de su rica industria minera, va creando otras muy importantes.
La fabricación de productos alimenticios titulada El Piélago constituye una industria muy notable y una Sociedad anónima muy bien establecida.
Se constituyó en 11 de Diciembre de 1901, habiendo realizado 100.000 pesetas de su capital, que lo constituyen 2.000 acciones de a 100 pesetas cada una.
Preside el Consejo el rico propietario D. Ismael Savoini, dueño del acreditado Hotel de Cervantes, y por acuerdo del Consejo se convino posteriormente en 28 de Febrero próximo pasado en hacer una serie de obligaciones con interés de 6 por 100 por 100.000 pesetas, las que han sido emitidas en la Junta celebrada en los comienzos de este mes, y que se colocarán apenas se ofrezcan al mercado.
La Sociedad ha instalado una hermosa central eléctrica, movida por fuerza hidráulica, de cuya fuerza se sirve y con la que alumbra los diferentes edificios que posee.
El molino harinero que ha montado esta Sociedad, su hermosa fábrica de pastas para sopa, su fábrica de chocolate y todas las industrias que abarca, llegan al mayor perfeccionamiento, por estar todas montadas con arreglo a los más modernos adelantos.
Esta Compañía industrial, que todavía ha de dar mayores aplicaciones a su actividad, en todo, pero muy especialmente en la preparación de pastas para sopa, ha extremado la bondad de sus procedimientos; la sémola, por ejemplo, la tuesta de trigo rojo, y resulta muy alimenticia é higiénica para los enfermos y para los consumidores.
La exquisita pasta de legumbres, llamada con razón especial Piélago, resulta de un paladar tan delicado y tan grato, que este solo producto acreditaría una industria.
Los chocolates son, en opinión de muchos gourmets, los mejores que se fabrican en España, por lo cual esta Compañía resulta una industria de excelentes productos y una Sociedad financiera de grandes resultados".

Heraldo de la Industria, Madrid 1 de Enero de 1904, nº 80 (labor de investigación: Carmina Díaz)









sábado, 14 de octubre de 2017

Pedro, Pilar, ¡gracias!

A uno le gustan los comentarios en las redes y una buena puntuación en booking, pero te encuentras esto en el revés de un callejero y se te cae un "lagrimón". ¡Gracias!

Posá la Cestería


miércoles, 11 de octubre de 2017

Hidropaisaje del río Torrente, Nigüelas

En la primera fotografía, el “partidor de aguas” del río Torrente, localizado en el término municipal de Nigüelas, en la zona noroccidental del macizo de Sierra nevada y a tiro de piedra de la turbera de Padul. En el lugar, por debajo del pantanillo, la Central Hidroeléctrica y el Molino Alto, las aguas se repartían -y reparten- para regar de manera ecuánime las tierras de labor y huerta de Nigüelas, Dúrcal, Acequias y Mondújar. Sus usos históricos también han sido otros, desde proporcionar agua potable a los vecinos (como ponen de manifiesto diversos aljibes del conjunto histórico) a mover industrias. De esta última utilidad es testigo fiel la excepcional almazara de Las Laerillas.

Patrimonios y paisajes como estos permiten conocer obligaciones, deberes, formas de moldear el paisaje, pero también responsabilidades, sociales, económicas e históricas.

Partidor de aguas inicial
 Atrojes y piedras del Molino de las Laerillas
 Molino hidráulico de la almazara
 Prensa de viga, en frío en en caliente, caldera
 Molino de las Laerillas, atrojes y obra en tabiyya
 Repartidor de aguas entre Nigüelas y Dúrcal
Acequía de Nigüelas

jueves, 14 de septiembre de 2017

... y al hilo de todo este revuelo

Andaba ya casi mediada la década de los felices años 20, cuando una avalancha de estudios y proyectos desembarcaron en el áspero pellejo de Sierra Morena, más concretamente en el término municipal de Baños de la Encina. En gran medida, arribaron al amparo de las ideas "regeneracionistas" propugnadas por Joaquín Costa en el tránsito de siglo, que encontraron en la Dictadura de Primo de Rivera cierto cobijo. 

Los hubo de variopinto carácter. Los unos, tendentes a la mejora y eficacia de las producciones agrícolas del valle, propugnaban interesantes trasvases de agua desde el río Guarrizas a la Campiñuela. Los más, vinculados a los postulados higienistas del momento, que preocupados por la falta de agua potable durante los meses de estío y por las muchas epidemias que parían, andaban a brazo partido en la búsqueda de nuevos y mejores manantiales que los hontanales del Barranco de Valdeloshuertos..

En esas y en 1924, el ingeniero militar Ángel Arbex evaluó los posibles veneros y el montante económico que supondría su adecuación para el consumo y la posterior conducción de aguas hasta la localidad. Cuatro fueron las opciones que  de barajaron antes de estudio de detalle:
- El Cerro del Navamorquín, del que preocupaba la posible toxicidad de las aguas debido a la alta presencia de filones mineros.
- El encuentro de la falla con Los Ruedos (que se abastecería del venero del Santo Cristo). Pobre en aguas, el coste de funcionamiento se encarecía debido a la necesidad de bombear el líquido elemento hasta la parte superior del pueblo.
- Un proyecto común con la ciudad de Linares, un trasvase de aguas desde el Río Grande, aguas arriba del Rumblar. Para ello se crearía un pantano en el lugar denominado El Puntal, al norte del poblado minero de El Centenillo (que finalmente sí llevaría a cabo la ciudad de Linares).
- Finalmente, la opción considerada como más eficaz fue la de traer las aguas del venero serrano de Gorgogil. Su bondad radicaba en sus buenas y abundantes aguas, aunque mayor caudal ofrecía el venero en la vertiente contraria, en Aguas Negras.

La opción elegida, la de Gorgogil, que fue ejecutada durante la segunda mitad de la década de los cincuenta (siglo XX), lo fue en la virtud de que las aguas vendrían sin esfuerzo por la propia pendiente.

“… A pesar de tener Baños de la Encina unos 3.200 habitantes y debido a su riqueza olivarera varias fábricas de aceite que consumen un caudal importante de agua no tiene abastecimiento de agua propiamente dicho. Unas casas se surten de pozos situados dentro de la población a pesar de ser estos de malas condiciones higiénicas y otros vecinos van a buscar el agua a fuentecillas situadas fuera  del pueblo, algunas a bastante distancia, y todas de caudal muy corto sobre todo en la época de estiaje."

E. Dupuy de Lomé, 1924.

Este suministro vendría a sustituir a las cuatro fuentes históricas que hasta entonces habían abastecido al pueblo: Cayetana, Pacheca, Socavón y Salsipuedes, todas ellas situadas en el Barranco de Valdeloshuertos, a relativa distancia y por debajo de la cota del pueblo. Paradigma de esas cosas casi imposibles, el proyecto fue dando tretas (dictadura, dictablanca, república…dictadura) para culminar su ejecución 30 años después.

Otros proyectos estaban vinculados a la mejora de las vías de comunicación, con el firme objetivo final de aumentar la eficacia de la explotación de los recursos económicos y potenciar una mayor diversificación de los usos del territorio serrano, hasta ese momento extremadamente dependiente de la actividad minera. Años atrás y enteramente unido a la minería, se contó con un proyecto para tender una línea de ferrocarril desde La Carolina a Puertollano, que recorrería todo el norte del término municipal circulando por Los Guindos y El Centenillo. Proyecto fallido.

En aquella algarabía, se redactó un nuevo proyecto que planteaba la construcción de dos pasarelas que salvarían los ríos Rumblar y Grande, mejorando el acceso entre la campiña, a través del pueblo de Baños, y la Sierra. Se utilizaba para ello dos de los caminos históricos que unían el Alto Guadalquivir con La Mancha: los del Hoyo de Mestanza y San Lorenzo de Calatrava. El objetivo final era mejorar las vías de comunicación, favorecer el poblamiento serrano, diversificar la economía agraria interior y optimizar la explotación económica serrana. En fin, hacer que un territorio dependiera en menor medida de un monopolio, por añadido finito.

“… Los tres ríos citados son vadeables por algunos sitios la mayor parte del año, pero aparte de los peligros, molestias e incidencias desagradables a que diariamente da lugar tenerlos que vadear, ocurre con bastante frecuencia que en pocas horas sobreviene crecida que imposibilita el paso e impide, o que los habitantes puedan ir a sus labores, o que si se encontraban en ellas puedan regresar a sus casas, sin dar un rodeo de 18 kilómetros."

Ángel Arbex, 1927.

Pero vinieron las “vacas flacas” del ’29 y el Estado, gestor de desequilibrios territoriales por naturaleza, entonces y ahora, eso sí siempre en busca de la mayor eficacia de las naciones, tomó la firme decisión de embalsar las aguas del río Rumblar para aumentar las posibilidades de riego del curso bajo del Rumblar, las vegas de Espeluy, Villanueva de la Reina y Andújar.

Como otras muchas grandes empresas de desarrollo local, el proyecto cayó bajo la apisonadora de una comprensión más global del territorio. En tierras de Baños, el Rumblar pasó de vía de comunicación que vertebraba el territorio a lámina de agua, a una barrera, que impedía el paso a uno y otro lado de la cuenca hídrica. Lentamente, la posible y visionaria diversificación económica serrana fracasó, el territorio mudó hasta convertirse en una ancha faja serrana con una extrema especialización cinegética y taurina, los pagos se “sembraron” de alambradas y se rompieron los caminos, la opacidad del territorio cabalgó de forma alarmante y el despoblamiento y la precariedad económica vinieron para quedarse.

Con seguridad, el embalse de la Cerrada de la Lóbrega acrecentó la producción de las vegas del bajo Rumblar. Pero, paralelamente, dio al traste con el desarrollo serrano creando una barrera hídrica cada vez más insalvable y un territorio hermético que acrecienta su opacidad a pasos agigantados, aún hoy, casi un siglo después.

Y pasados los muchos años, Baños de la Encina es tierra de viejos, de muchos viejos, alguno de ellos de piedra, que cuesta mucho mantener. Y cuando llegan las vacas flacas, que siempre llegan, en la vega, en los territorios que se llaman a si mismos prósperos de compararse con los otros, que entienden son torpes o perezosos, hay quién dice “y nosotros estamos obligados a mantener estos muertos”

… y quieren comer aparte.



jueves, 7 de septiembre de 2017

De tertulia

Y allí armaban buena tertulia, aunque andando el vino y metidos en finca ajena casi se llegaba a disputa. Defendía uno, más liberal, adalid de desentuertos, los derechos y fueros de los pueblos del norte, tierra de postín, gente de mucho bullir en negocios. Y abanderaba éste la bondad de los conciertos económicos que estas regiones habían firmado con el Gobierno en 1878. Y había otro que afirmaba que “habría de llegar el día en que aquellas provincias andarán por su cuenta, sin ir de la mano de nadie, a la par que Castilla, que son gente con cultura propia, singular, y lengua bien puesta”. El de la yegua alba, habiendo rodado según decía por medio mundo, que no era otro que a uno y otro lado de Sierra Morena, y desde la perspectiva que da saber de la mucha mudanza de las gentes, “aseguraba que cada pueblo, unos y otros, tiene su cerro grande, como tiene ombligo, al que no deja de mirar y tiene como referente, con sus leyendas y mitos, y que, cuando viene con montera, si ha de llover, pues llueve”. Seguía aseverando que “cada indio tiene sus trajines, unos más y otros menos, y que por eso no han de ser más ni mejor puestos los unos que los otros”. Y concluía juramentando que “lo que ocurría es que en estas tierras, las de por debajo de Despeñaperros, la queja siempre es con boca chica y para adentro, y así les iba”.

El de las cabras, entrando al trapo, apuntalaba con rotundidad que “si era por hablas o cultura, Españas hay ciento, un millón…, cada pueblo, cada casa, cada familia lo es. Que cada cual, en su hogar, llama al pan y aceite como bien le viene en gana o tiene por costumbre para que así se den por aludidos los inquilinos de la propia, que en la suya le llaman cucharro y ese no era motivo para ir desyuntado de la vecindad. Si ha de ser para mejor y todos por igual, que haya tres, cuatro o cien Españas; si es para que unos tengan la manija, como venía siendo, y vivir por desigual, ¡que revienten!”. “Bueno, bueno…” –añadió, echando un trago bien largo de la bota, como si el vino fuera a desaparecer de la faz de la tierra-, “reventar, reventar, lo haremos los de turno y como viene siendo norma cada vez que dobla a tiempo revuelto”.


viernes, 25 de agosto de 2017

La noria

No llegó a hoyar el suelo bajo sus posaderas cuando una gigantesca rueda de hierro reclamó su curiosidad. Aficionado ya a perderse en mil desatinos, se levantó presto, como hoja seca atizada por un tirón de viento, y se acercó a la industria. Se izó sobre el andén para poder asomarme a la raja que partía en dos mitades la mole de piedra, circular, fría y eterna; oscura e infinita se abría bajo los herrajes buscando la profundidad de los infiernos.

Un soplo de aire fresco y húmedo, repentino, o quizá dulce, arremetió contra su cara creando sensaciones encontradas. Desde siempre, con seguridad, le atrajo asomarme a la boca de estos anchos y destartalados pozos, oler a umbría y agua queda. Cuando escudriñó en sus entrañas, identificó aquella experiencia contradictoria con lo que debe ser una muerte plácida, sin dolor, como cuando la vida se escapa en silencio, lentamente, sin apenas dejarse notar; como cuando te abate el sueño y eres incapaz de no entregarte en los brazos de Morfeo. Buscó en la profundidad de las aguas el deseo de que hubiera vida al otro lado. La esperanza que algunos dicen hallar en un callejón de luz, él intentó escudriñarla en las negras aguas.

Salió bruscamente del trance, una rana que buscaba cobijo en lo hondo le trajo a la realidad, al bochorno que ya apretaba bien. Repentinamente, le llegó el sonido estridente, agudo, de una chicharra que aventuraba la cruda calima del verano, que dejaba intuir el momento en que la tierra se agosta completamente.



jueves, 24 de agosto de 2017

De postura (2)

Por estas calores y cuando chico, a los zagales que rondábamos el Corralón, un otero en ruina eterna, excelente cubil para ocultar los muchos inventos y las no menos trastás de la chiquillería, nos daba por echar las mañanas de sopor, y no aburrirnos, con trajines que hoy suenan a disparate.

Cuando el sol andaba por todo lo alto, Juan Manuel el de la Tonta doblaba la empinada calleja del Cotanillo cabalgando sobre su cascajoso pascuali, un alboroto de hierros y reventones de carburador, vehículo de un amarillo descolorido que avisaba con gran estruendo de su llegada. Y era Juan Manuel un señor hecho a la semejanza de aquel ingenio del demonio, de vozarrón fuerte, un estampido según horas, pero de un corazón tan grande que no desmerecía el trueno de la voz.

Después de cientos de traqueteos y dejando atrás la rastrojera del Pozo Nuevo y el rumor estridente de las chicharras, llegaba al pie de las cuadras inmerso en un frenesí, que más parecía baile de San Vito, y tal era que puestos los pies en tierra aún lo tenía unos momentos en vilo. La máquina, cargada hasta las trancas con alpacas de paja, por su esperpéntica forma en nada desmerecía a las más afamadas e históricas torres. Unas veces a la muy fotográfica Torre de Pisa, por el mucho ángulo y doblez que mostraba la carga, y no eran menos en las que la inclinación era tal que acababa como la de Babel, dando por tierra con la compostura.

El corral de las vacas tenía tomado un áspero y ancho solar de pizarra, pelado a fuerza de tanto orín y una perenne costra de mierda de vaca. Se retranqueaba por detrás de las cuadras y de una apretada y honda leñera, elevado unos metros sobre la calle y un escalón por debajo del Corralón. De viejo, tuvo que ser casona buena, en ruina desde siempre, como nos indicaba la pared de ripios de piedra, casi sillares, que se elevaba desde el Cotanillo. Del Corralón lo separaba una desportillada tapia de ladrillo cocido en los hornos del vecino Bailén y una escombrera en desuso y pendiente de vértigo.

Más que mediada la mañana y teniendo ya muy desbaratada la vaquería, puestas patas arriba y revoladas varias veces las gallinas, pateados en mil ocasiones los terrones de sal de piedra que dormían en cada uno de los pesebres… y teniendo más que sofocada a Isabel, la señora del susodicho, a aquellas horas la menuda chiquillería no tenía otro afán que esperar la estrepitosa llegada del anfitrión y su carga.

Con la solanera por frente, la faena que se tenía por delante consistía en subir al pajar, a golpe de carrucha, todas y cada una de las alpacas. En realidad, el trajín no agobiaba por el calor o por el trabajo, verdaderamente lo hacía por la caterva de picores que llevaba consigo cada uno de aquellos enormes haces de paja. En perfecta ordenanza y sabiendo de la función de cada uno de los intrigantes, la carga se iba repartiendo en el interior del pajar, a uno y otro lado del ventanuco que daba al exterior, como si de un manual y gigantesco tetris se tratara.

Con el privilegio de un umbral tan elevado y con disimulada calma, apreciábamos el goteo de señores que iba llegando a la casa grande con el castro bajo el brazo, un vinazo blanco y manchego. Como si la cosa no fuera con nosotros, nos ponía sobre aviso y apresurábamos la brega que nos traía.

La paliza, la calor y los picores mermaban su efecto con el juego y las ricias que le liábamos al mencionado Juan Manuel, ya fuera a la entrada o a la salida, con las vacas o con los huevos de las gallinas; por no decir de las mil y unas historias y peripecias que llegamos a enjaretar con el viejo pasquali, como aquélla de un día de marras, cuando lo estampamos sin frenos contra la destartalada y cochambrosa puerta de entrada, mientras jugábamos al escondite entre pesebres. Pero bueno, aunque fuera a robaguita y como el que no quiere la cosa, a modo de recompensa participábamos, o hacíamos cómo si así lo fuera, de una auténtica postura bañusca.

Cuando el bochorno aún no era extremo y la señora de la casa estaba en sus trece, que eran muy pocas las veces, la postura no llegaba a penetrar en la casa grande. En aquellas ocasiones y justificando que los compadres venían con la ropa de trabajo y la tierra de media campiñuela a cuestas, el cónclave tenía lugar en una habitación pequeña, a medio camino entre el corral de las vacas y la propia casa. Era un cuartucho polvoriento, en continua mudanza, donde se notaban en cierto modo los rigores del exterior pues, al no tener ventana, la luz, y los calores, penetraban por la puerta que quedaba entreabierta. De suelo a medio empedrar, cobijaba los mil y un útiles que el propietario utilizaba en las faenas cotidianas que tenía entre manos, ordenados en perfecto desconcierto según se dejaban de usar.

Por la derecha, comunicaba con una escalerilla que ascendía al piso alto, al altillo, una espectacular cámara donde aún se apreciaba la ramoniza de las olivas y el barro que fueron utilizados originalmente para techar la casona primera. El lugar alternaba aperos con cosechas más o menos menguadas, algún mueble viejo y quebrado con canastillas, canastas y canastones de indios, coches viejos, pistolas de plástico y espadas de madera, piezas de un Exin Castillo… y mil y una correrías del vástago de la familia, Juan. Por frente, daba el cuartucho directamente con la casa grande, con el segundo portal. Cuando el rigor de la canícula era extremo, como solía ser norma cada verano, la resistencia de Isabel era ineficaz y la postura campaba a sus anchas por la casa principal.

Toda la parafernalia de señores se iba situando al amparo del primer portal, en las escaleras que daban a salón bonito, el que se elevaba sobre el cuartucho del sótano, o sobre los escalones que subían al segundo portal, donde el relente de una casa vieja rebajaba las calores del trance, las del tiempo y las que producía el castro por muy fresquito que viniera. Una retahíla de gente de buen beber y excelente tertulia, que acababa siempre a voces, mermaba paulatinamente y sin pausa la alacena de la buena de Isabel entre broncas y aspavientos, entre camaradería y ofrecimientos sin dobleces: mi tío Dioni el de las cabras, José el municipal, mi chacho Laruta, Balbino, el Diablo, Goyico, un tipo único, Pedro Ponaire, Maquilera, el Abogao,… y un largo etcétera que a estas alturas y toda una vida después soy incapaz de recordar, que los años no pasan en balde y la memoria merma de forma inevitable.

Por momentos y a modo de maletilla espontáneo que saltara al ruedo, alguno de los intrigantes se colaba entre el barullo de señores y cazaba media berenjena ensartada con pimiento, cuatro chorchos secos, un puñaíllo  de aceitunas, un cuarto de tomate con orégano y sal…, que puntual y equitativamente dividíamos con el resto de la partía haciendo oídos sordos a las muchas voces sin daño del dueño y las risas y chistes de los contertulios. La conquista, por chica que fuera, y las muchas afrentas que nos hacían por meter la mano de manera inadecuada, llenaban de orgullo, con colmo, nuestra infante andadura por aquella etapa de desatinos.




sábado, 19 de agosto de 2017

Sobre Amargura, Desengaño y Cotanillo

Desde el Carril y porque no lo vieran más transeúntes de los que debieran, cogió por la Amargura, amago de calle buena y pendiente de espanto que se trazó con la bonanza que aún campaba un siglo antes, dando esquinazo a Mestanza y Cotanillo. Unos lustros después de su génesis, la vía fue cortada en perpendicular, a media cuesta, por la traviesa del Desengaño, como lo fueron sus aspiraciones económicas y la ilusoria prosperidad del momento. Era barrio de pecheros chicos y medianos, de grano y aceituna, crédulos hijos de la Ilustración, del trabajo y las creencias fisiocráticas, venidos a mucho menos por las guerras (y por los que de siempre con estas tragedias pescan en revuelto), el despotismo y unas esperanzadoras desamortizaciones que, antes de nacer, fenecieron bajo el egoísmo de agrimensores y subastadores públicos. El latifundismo irracional en nupcias con un caciquismo desgarrador y el rentismo de provincias avanzaban de forma irreversible.

Viejo camino de la ermita de Santa Olalla, la calle daba ahora cobijo a casas de piedra buena, con entrada a pie llano, sótano, cámara, cuadras y gallinero, pozo, estercolero y huerto, anchas estancias y varias alcobas. Dejando de lado la estrechez del Cotanillo...





Fotografía Cotanillo: José Pablo Morales Rodríguez

martes, 18 de julio de 2017

Sobre el cucharro de Alfarnate

Existía  la costumbre   entre los vecinos próximos al molino — hoy  casi imposible  de practicar en las modernas almazaras— de acudir por las mañanas con su rebanada de pan para tostarlo en la fogata de la caldera, untarlo con ajo y empaparlo después en aceite nuevo sumergiéndolo en una de las tinajas: eran los  apetitosos  y  nutritivos   “tostones” de aquellos tiempos. Las calorías  aportadas al organismo  por una de estas tostadas eran suficientes para que la persona estuviera  alimentada  durante todo el día, ocupada  en las duras faenas agrícolas,…

Tampoco  me olvido del   delicioso  y sencillo “hoyo de aceite” - “cucharro” en  el cercano Alfarnate y otros lugares—   que los niños pedían por las mañanas  al “maestro de molino”, y en ausencia de éste a sus madres, llenase su oquedad vaciada  de miga  con un chorreón del mismo hasta quedar el pan  empapado, y todo sazonado con una  pizca de sal  para que estuviera más sabroso…  El  “hoyo de aceite”  es uno de los más exquisitos y sanos  manjares de nuestra gastronomía andaluza - mejor  si lo acompañamos de  tomate y un pedazo de bacalao-,   que convendría no cayera en el olvido, relegado, como lo está siendo,  por la antinatural  e insana bollería tan rica  en el colesterol que nos sobra y obstruye nuestras  arterias desde la niñez.

http://www.mondron.es/22.html


Ermita de Santa Olalla

En el esquinazo norte del pueblo se erigían los hormazos mal pergeñados de la ermita de Santa Olalla, otrora elevada sobre el llano del Calvario Viejo, donde el Camino de San Lorenzo y el Cordel merino de Guarromán vienen a darse la mano y prosiguen como uno sólo hacia la villa vieja. Hay aún quien afirma que en su génesis y día fue torreón vigía, cuya función era, junto con la ermita de Santo Domingo, mediar entre la torre vieja del Santuario de la Virgen de la Encina y el mismo castillo. Con la desamortización del primer tercio, perdió capellanías y santero, derramó sus piedras por la cuerda y acabó en nada. Se dice que la imagen de la mártir emeritense tiene altar y devoción en casa de postín y que sus piedras buenas han acabado enderezando las esquinas de las casuchas y corralizas del entorno, mientras que los peores mampuestos y los ripios preñaron a la vera de la ruina una ancha era de pan trillar.

El Jacaero conocía bien el lugar por donde anduvo la ermita, pues no en vano vivió muchos años a su sombra y bajo la encomienda de su tío el Pelusa. El paraje, conocido con razón como Buenos Aires, ocupaba el punto de mayor altura del entorno siendo a juicio del Bermejillo la mejor posición para levantar un molino de viento al uso manchego. Y así, con decisión firme, se elevó con no pocos imprevistos y muchos dineros, pues la iglesia para la cosa de especular, aunque sea con escombros, es aventajada y sagaz. Y se erigió después el artilugio como si de una torre fuerte se tratara, con anchos muros, piedra arenisca de las canteras locales y tres pisos: el primero para bestias y carga, el segundo como almacén y el postrero, que era de adobes de barro colorao del Santo Cristo y mucho ventanuco para oler los vientos, para las faenas propias de la molienda. La industria hecha con madera fue comprada en la conquense Mota del Cuervo, que allí tienen mucha experiencia en como aparejar estos avíos; las enormes piedras, de granito gris y siguiendo los patrones de los empiedros y rulos utilizados en las caserías y almazaras, fueron obra de canteros y picapedreros del pueblo pedrocheño de Alcaracejos,que andaban más puestos en estos saberes.

No siendo suficiente razón tratar con el viento, andaban también indagando sobre molinos viejos o batanes, ya fuera en la Junta de los Ríos, a la sombra de Cerro Molinos y junto a la Picoza, en el río Grande; o ya fuera en el curso medio del Rumblar, por debajo de donde vierte aguas el arroyo de la Boquituerta. Así que, con estas componendas, decidieron visitar el segundo que decían andaba en ruinas más o menos decentes de enmendar.



domingo, 16 de julio de 2017

Amargura y Desengaño

Desde el Carril y porque no lo vieran más transeúntes de los que debieran, bajo por la Amargura dando esquinazo a Mestanza y Cotanillo, amago de calle buena y pendiente de espanto que se trazó con la bonanza que aún campaba un siglo antes. Unos lustros después la vía fue cortada en perpendicular, a media cuesta, por la traviesa del Desengaño, como lo fueron sus aspiraciones económicas y la ilusoria prosperidad. Era barrio de pecheros chicos y medianos, de grano y aceituna, crédulos hijos de la Ilustración, del trabajo y las creencias fisiocráticas, venidas a muchos menos por las guerras (y por los que siempre con estas tragedias pescan en revuelto), el despotismo y unas esperanzadoras desamortizaciones que, antes de nacer, fenecieron bajo el egoísmo de agrimensores y subastadores públicos. El latifundismo desgarrador y el rentismo de provincias avanzaban de forma irreversible.



miércoles, 12 de julio de 2017

Territorio, turismo y senderos temáticos: el caso de Baños de la Encina, Jaén

Mi última publicación en relación con el desarrollo de la práctica turística en Baños de la Encina (Jaén): http://uvadoc.uva.es/handle/10324/24334
"La segunda mitad del siglo XX fue para los municipios de la Sierra Morena de Jaén, y en general para todo el agro provincial, un periodo crítico que acarreó la total desaparición de las labores económicas tradicionales y, en gran medida, de la cultura material a ellas vinculada. Se modificó así, cuando no se arrasó, un paisaje cultural modelado durante siglos..."

El Cerro del Cueto desde Valdeloshuertos

La tierra se quebranta. A cada paso, según se avanza, se levanta bruscamente el polvo del camino, te envuelve, te reseca el aliento. La pesada atmósfera te aplasta contra el suelo, te agacha cuanto puede. El aceite de la jara, el ládano achicharrado, te viste de una calma chica, te envuelve de un aroma pesado, en un viento avaro, holgazán, que no hace ni un solo intento por desperezarse… chirría metálico el sonido de la chicharra, nos arropa un eterno ánimo de siesta.

Julio 2017


jueves, 6 de julio de 2017

Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris

Pie en tierra, la ajedrezada solería de la nave escenifica el complejo juego de la vida, donde el libre albedrío apuesta por colgar de un hilo la eternidad del alma. En los escaques blancos y negros se dirime la apuesta de cada uno.


Fotografía: Rafael Alarcón Sierra. Ermita del Santo Cristo del Llano, Baños de la Encina.

sábado, 1 de julio de 2017

Sobre los serranos

A la espalda del humilladero se elevaba un murete con tres hilás de piedra y remate redondeado, de sillares perfectamente labrados, que abierto de tramo en tramo a modo de acceso cercaba en redondo todo el conjunto de la ermita. En su interior y a modo de sacro preámbulo, un magnífico empedrado hacías las veces de lonja o pórtico del santuario, lugar destinado a diversas ceremonias, procesiones y romerías relacionadas con el Cristo aunque, como justa extensión de lo que era y daba de sí el entorno, acababa una y otra vez como corral de bestias y de cuando en cuando como apeadero de serranos. Y así era, siendo aquellos pastores, serranos trashumantes (de la Serranía de Cuenca y el Señorío de Molina), gente bronca y de poco gastar en lo que no fuera más que necesario, de cuando en cuando se veían en la obligación de pergeñarse pan, aceite, algo de vino, patatas o cualquier otro avituallamiento, y con ese motivo aunque sin mucha querencia, se acercaban al pueblo, más por el ayuno de vino y por saber del mundo que por socializar. Y por ahorrarse unos reales en cuestión de fonda, alargaban los chatos de la noche hasta donde les daban de sí o les dejaban, y hasta sus alcances intentaban unirlos con el vasillo de aguardiente, que algunos apodaban como alcarreño, y la sobá de aceite que, casi con la amanecida y en el horno, se abrochaban entre pecho y espalda. Escasas eran las veces que enlazaban lo uno con lo otro en noches tan largas y duras como las de aquellos inviernos, y se veían abocados a encontrar soluciones de urgencia. Así que, amagando de devotos y si encontraban la ermita abierta a horas tan imprudentes, intentaban dormir en suelo sagrado y de balde, a cubierto de cualquier inclemencia y esperando las primeras luces.


lunes, 26 de junio de 2017

El Carril de Mestanza

Eran las casuchas de piedra encalada, de un blanco que rayaba la pulcritud, achaparradas y más de una con techumbre amarrada con monte, sencillas y de obligada simetría, de aquéllas de compartir a la fuerza cuartos y portales entre varias familias. Y escoltaban a uno y otro lado el carril enlosado de cascajos pétreos hasta darse de bruces con la Cruz de las Azucenas, viejo humilladero y pórtico de la ermita. En el arranque del llano y a espaldas de la doble hilera de casuchines, en un desorden no concebido con voluntad propia, extensas corralizas remontaban apenas un metro sobre el terrazo elevando bardales con muros de piedra oscura, ripios que habían sobrado de las faenas realizadas muchos lustros atrás en las canteras. En su interior, los cortados, medio quiñón medio cabrerizas de ganado, daban cobijo según año a siembras de habas y chorchos, a mulos, burros y bueyes, mucha cabra y alguna vaca, la de menos, y aquí y allá poca cuadra y mucha paridera, algún pajar, numerosos estercoleros y unos cuantos chamizos negros que apenas vestían para romper el horizonte.

Fotografía del Carril de postguerra, propiedad de Plácida Álvarez y compartida en facebook.

domingo, 25 de junio de 2017

La recortá

Con inclemencias tan duras como éstas y noche tras noche, Juana, que llamaban la recortá por su escasa altura y volumen, hacía honor a su apodo intentando dormir encogida, como si poca cosa fuera, bajo la bóveda inferior del Camarín del Cristo, junto a la boca del aljibe que éste cobijaba en sus entrañas. Más amodorrada que durmiendo, por la mañana aseguraba tener siempre los pies en alto no fuera a fulminarla un rayo.

Era el cubil estrecho y a la sazón húmedo, de paredes poco elevadas y bóveda apretada contra el solar. Sostén del propio camarín y cimiento de la cruz del Cristo, ocupaba lo más hondo de aquel macizo torreón que, a modo de bandera, ondeaba en la cima del caballete una enorme veleta. Según opinaba la recortá, aquel amasijo de hierro tenía encomendada como protectora función la de hacer de pararrayos. Todo aquél que sabía de ella, la recordaba desde siempre como santera y mujer responsable de sus funciones, nacida en el tajo e hija y nieta de santeras. Pero en noches de trajín eléctrico como lo era ésta, pese a todo su afán y querencia por lo que custodiaba, todo le traía al pairo,… incluido su buen consorte que nunca llegaba con hora.

Y era Horacico cojo y marido de la susodicha, hombre de huerta que ejecutaba las faenas de venta a domicilio cada tarde, siempre de reata con su Verea, una pollina deslomada y dócil. El nombre del animal no era casual y parecía más puesto por Juana que por el compañero de ronda de la borrica, pues noche sí y noche también guiaba al propietario de vuelta a la ermita en situación poco decorosa. Y en tardes como aquélla Horacico, justificándose en las inclemencias del tiempo y la obligada necesidad de no mojarse por su poca salud, echaba cerrojo a todas y cada una de las tabernas del pueblo. Evitando así calarse por fuera, acababa empapado por dentro.

Fotografía: "la encantá", sotocoro de la Ermita del Santo Cristo, Baños de la Encina. Autor: mi buen amigo Antonio Alarcón Ramírez

miércoles, 10 de mayo de 2017

Sobre cachurros, cachuchos... y cucharros

Es la palabra la piedra que cobija
y el torbellino de aguas que abre barrancos,
es el fuego que arrasa
y el viento que todo muda

En aquellas vísperas, cuando acaecía alguna tragedia cercana como lo era la temprana muerte de un familiar, el pueblo tenía por costumbre alejar por unos días a los chiquillos de la casa materna. Fue por entonces, cuando en el altillo de mi tía Rafaela una ancha canasta cubierta de polvo me abrió de par en par el mágico misterio de la lectura. A los iniciáticos cuentos y novelas del oeste que aparecieron en la cámara, le sucedieron escritos que rezumaban intrigas y aventuras, inquilinos de la oculta y pequeña biblioteca que se abría hueco en el despacho de la directora del colegio, doña Anita. “La Isla del Tesoro”, “Los Viajes de Marco Polo” o “Viaje a la Luna” vinieron a consolidar un poso ya inevitable, que me encarriló por el insaciable mundo de la lectura. Fueron años difíciles para las letras, en los que el libro era una herramienta extraña, un intruso, en pueblos pequeños y de economía precaria como lo era éste, donde la abstinencia escolar era norma casi obligada para los infantes.

Por entonces, con la familia errática por la pérdida de la madre y con la tragedia como trasfondo diario, mi padre y abuelas contaron en esto de tirar para adelante con el apoyo de chachas y tías. Aquello me permitió vagar libremente y sin cortapisas por las casas de todo aquél con un poco de parentesco, lo que era excusa suficiente para olisquear por los rincones y encontrar cualquier escrito que devorar, fuera novela de pistoleros, folletín romántico, vieja revista o periódico descolorido. De aquello, se intensificaron mis correrías por el Santo Cristo, al amparo de la ermita y sus eucaliptos, junto al solar paterno... y se hizo una constante merendar en casa ajena. De aquellos días, llevo en la mochila del recuerdo los bocadillos de tortilla francesa con la yema a medio hacer, que me pergeñaban mi chacha Mariana o mi tía Leonor en aquella cocina blanca inmaculada, de baldosines y sin chimenea. También rememoro la extrañeza por los pucheros a media mañana que guisaba mi tía Ana; aunque en el hato de la memoria tienen una presencia especial los cucharrillos con aceite y polvo de colacao que, de tarde en tarde y con mi primo Dioni, engullíamos en la casa de mi chacha Ana María y mi tía Rafaela.

Por aquellos días el nombre de tan socorrida vianda, cucharro, me sonó extraño, fuerte,… como muy primitivo.

Años más tarde, en el curso de una clase de “lengua” que impartía doña Paqui, maestra que aprecié y que fue mi tutora de sexto, relacionaría arbitrariamente el vocablo con las lenguas de origen prerromano. Pensé sin argumento, que quizá tendría vínculo con aquel euskera que muchos años después intenté aprender mediante un curso televisivo, aunque fuera sin suerte por falta de contertulio. La profesora, además de sentar uno de los principales pilares que haría de mí un eterno aprendiz de historia, consiguió que relacionara todo ese bagaje lingüístico anterior a Roma, quizá sólo por similitud fonética, con una palabra que me era muy familiar: nuestro término “cucharro”.

No debió pasar mucho tiempo, pues eran los años que mi padre tuvo suscripción en el periódico provincial por cosas de fútbol, cuando leí un pequeño artículo de nuestro muy emérito cronista, D. Juan Muñoz – Cobo, padrino de todos los que después nos ha gustado bucear en la historia local. Creo recordar que en dicho texto y con motivo de la cercana Feria de Mayo, hacía una propuesta sobre el origen remoto de este atractivo y singular vocablo gastronómico. Si la memoria no anda con pérdidas, pues ya no está en mis manos aquel artículo que como argumentaba pudo ser editado en una columna de cultura del Diario Jaén, vinculaba la génesis del apelativo, debido a su forma barquiforme, con la presencia fenicia en nuestro territorio, más concretamente en las Salas Galiarda, fortificación que por entonces se consideraba vinculada a esta civilización. Encontraba así en el carácter marinero de este pueblo del Mediterráneo Oriental, también en su capacidad de penetrar en el interior de la península en un afán de comerciar con los productores de metal, el origen de tan significado vocablo.

Mucho tiempo después, ojeando el número 162, año 1996, del Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, tuve la dicha de toparme con un artículo denominado “Una curiosidad lingüística: sobre el posible origen de la palabra cachurro” de José Santiago Haro, por entonces profesor del instituto San Juan de la Cruz de Úbeda. El autor realizó un estudio donde intentaba sin cerrar en firme, hallar el “étimon latino”, es decir, el origen etimológico de esta palabra que, como la nuestra, podemos resumir que viene a significar “hoyo de pan con aceite”.

El profesor, que por sus escritos parece originario de Lopera, aprecia en su investigación que la palabra cachurro es utilizada en un área muy localizada de la provincia de Jaén: su pueblo, Lopera, el vecino Marmolejo y el cercano Fuerte del Rey; en todos ellos su significación es idéntica: canto u hoyo de pan con aceite o miel. Asimismo, constata que en nuestro municipio, Baños de la Encina, el mismo contenido semántico es patrimonio de la palabra cucharro, que él entiende que es una variación por metátesis recíproca del término cachurro; es decir, dos sonidos del mismo vocablo, pronunciado éste en lugares geográficos diferentes, acaban por intercambiar su lugar en la palabra en la que están presentes.

Siguiendo al profesor Santiago Haro, argumenta que este término de la Campiña Sur de Jaén deriva de uno anterior, cachucho, pues éste segundo tiene una mayor dispersión geográfica y un contenido semántico mucho más amplio (pozo, hoyo). Resumiendo, cachurro derivaría de una palabra con un contenido territorial y semántico más genérico, cachucho, y vendría a nombrar lo que entienden por aquellas tierras como un hoyo o coscurro (matiz despectivo) de pan con aceite. El problema surge cuando profundiza en la búsqueda de su origen etimológico con el fin de encontrar el étimon latino de procedencia. El propio Santiago reconoce que duda de todas las posibles opciones, aunque se inclina sin convencimiento por una de ellas:

Cacculus (étimon latino)>cach>cachucho>cachurro>cucharro.

Llegados a este estado de la cuestión, en nuestros pagos y tirando del Diccionario de la Real Academia Española, en su primera acepción considera cucharro como “Un pedazo de tablón cortado irregularmente que sirve para entablar algunos sitios de las embarcaciones”. De un sentido similar, subrayando la acepción marítima, participan el Diccionario Marítimo Español y Diccionario del Uso del Español de María Moliner.

Metidos ya en faena, poniendo en duda parte de las teorías de Santiago y tirando del uso popular del vocablo, investigué la posibilidad que existiera una mayor dispersión geográfica de nuestro término y que, por ello, tuviera un número más elevado de acepciones semánticas. ¡Eureka!, cucharro es una palabra que está presente en todo el sur peninsular y en gran parte de la Meseta Norte.

Así, en Talavera la Vieja (Cáceres), cucharro es “doblar la lengua haciendo canalillo para mamar”, en Cobos de Segovia indica un tipo específico de punta de trompo que da nombre a la propia peonza, mientras que en Bonillo (Huelva) es una calle principal del recorrido procesional de Semana Santa. En Navalucillos (Toledo) se trata de un mote muy popular, pero en La Puebla de los Infantes (Sevilla) el vocablo se presta para dar gentilicio a sus habitantes.

Sin embargo, el significado con mayor presencia y difusión territorial tiene relación con una forma abarquillada que casi siempre, salvando excepciones que se mencionan, es utilizada para contener alimentos. En este sentido, en la localidad de Feria y en casi todos los pueblos rayanos con Portugal (Badajoz), llaman cucharro a una pila o artesilla móvil para lavar (la excepción que se subrayaba más arriba), de madera o corcho, que dicen “se trata de un recipiente hoy arrumbado en el cobertizo de los cacharros inservibles pero antaño muy utilizado por nuestras abuelas para lavar la colada”. Por su parte, en Albaida de Aljarafe (Sevilla) se hace coincidir con el vocablo talega, entendida ésta como la comida que se consume durante las faenas en el campo. Sin embargo, el valor semántico que más me llamó la atención es cuando se denomina cucharro al instrumento de corcho que se obtiene de la horquilla y nudos del alcornoque. Unas veces es utilizada como fuente donde come el grupo, familiar o de amigos (Aznalcóllar), y las mayoría de las ocasiones es útil para beber de las fuentes públicas, como así ocurre en la Sierra de Aracena. Llegados hasta aquí, no falta lugar geográfico donde desempeñe la función de dornajo para uno o dos cerdos, como ocurre en Mérida.

Como podemos apreciar, y como ya decíamos, en un primer nivel semántico y en la mayoría de los casos el término cucharro se  identifica con un recipiente más o menos abarquillado que casi siempre es de corcho, a modo de una ruda cuchara que es utilizada para contener líquidos y sopeaos. Si avanzamos un salto semántico y pasamos a un segundo nivel, el vocablo originario, por similitud en la forma, ha pasado también a denominar otros contenidos semánticos diferentes a los originales, como ocurre con el casco de un barco, una pila para lavar o un canto de pan con aceite. O telera, que dirían los cordobeses que cada año por aceituna llegaba a Santa Amalia, al corazón de nuestra sierra, y que a grito pelado y voceando telera recibían a la C-15 y a un servidor nada más coronar la Cuesta de las Chinas.

Y así es, nuestro cucharro ya no es un recipiente abarquillado de corcho, madera o barro, se ha transformado en una esquina de pan, eso sí abarquillada (aunque con el tiempo llegue a utilizarse un moño o, como ocurre hoy en día, se haga uso de una barra o un bollo), que contiene un líquido, más o menos espeso; en nuestro caso aceite con sal (o azúcar, o colacao), el churre de un tomate y unos acompañantes contundentes: aceitunas, bacalao, cebolleta y hasta melón. ¡Cuál ha sido nuestra sorpresa cuando, durante el trabajo de investigación, nos ha aparecido el término y la misma acepción en un municipio cercano, Linares (Jaén)! Así nos lo confirma Juan Vicente Acosta, profesor jubilado de SAFA, que ha dedicado parte de su vida a recopilar frases y términos que oyó en su niñez y juventud por la casas y calles de Linares. En uno de sus escritos nos narra con cierta nostalgia “(…) de un tiempo en el que los chavales se comían un cucharro antes de ir al colegio, aunque para ir a comerse unos (…)”.

Ya andado el camino y conociendo que el nombre de nuestro cucharro deriva de un recipiente que contiene líquidos y “sopeaos”, ¿cuál puede ser el étimon primero del que deriva?

Pues vamos a tomar como punto de partida el origen etimológico de una palabra clave perteneciente a la misma familia que cucharro: cuchara. En este sentido, todos los estudiosos en la materia aceptan de manera unánime que el término latino del que procede es cochlea>cuchara (cuchara pequeña en latín). Con estos supuestos, sí consideramos la raíz ya castellana, es decir cuch-ara, dando por bueno como se decía más arriba su evolución del término latino cochlea, al añadirle el sufijo prerromano con connotación despectiva “arro/urro” obtenemos el vocablo que nos trae en faena: cuch-arro . Literalmente, su significado vendría a ser “cuchara ruda, tosca o rústica”, en total consonancia con el primer nivel semántico que venimos considerando, ¿o qué otra cosa es el artilugio de corcho que se cuelga en las fuentes de la Sierra de Aracena para que las gentes beban agua?

Queda una última pregunta que aún nos debemos hacer y que tiene como cimientos la dispersión territorial del término cucharro, ¿cuál es el origen geográfico del vocablo?, ¿cómo llega hasta nuestros pagos?
Aunque hemos anotado una gran dispersión geográfica del término (que es aún muy superior a la que se ha dejado expresada en este texto), podemos subrayar que, obviando su presencia puntual en las provincias de Almería, Navarra y País Vasco, la mayor comparecencia del vocablo se sitúa en Extremadura y la Sierra Norte de Huelva, siendo puntualmente numerosa pero suficientemente reveladora en sierras aledañas, como Montes de Toledo, la Siberia extremeña, las sierras del norte de Sevilla y Aljarafe y nuestro macizo mariánico hasta Jaén. Este hecho nos podría poner en relación la dispersión del término con el fenómeno repoblador llevado a cabo por leoneses, gallegos y castellanos durante la baja Edad Media y según avanzaba el frente de conquista peninsular.

En este estado de la cuestión, interpretamos que nuestro cucharro pudo llegar a los pagos del Rumblar a lo largo de los siglos XIII-XIV y de la mano de los repobladores castellanos. La vecindad del castillo, como así nos cuenta un censo de comienzos del siglo XV, estaba formada por lanceros y saeteros, de los que un número muy reducido se dedicaba también a otros menesteres: pastores de merino, colmeneros y herreros,… del grano, legumbres, sal, vino y aceite les abastecía la corona. Con aquella gente, definitivamente asentada en las estribaciones de la Sierra de Burgalimar y a causa de una dieta donde tenían principal protagonismo pan, aceite y miel, se afincó en nuestra tierra el hoyo, canto, joyo, talega, cachurro,… de pan, que era nombrado en el Castillo Baños, y quizá también en el vecino de Linares, mediante un vocablo tan significativo, tan primitivo, como es cucharro. No llegó solo, hay otros términos, todos originarios del castellano viejo, que se asentaron por el vecindario dando nombre a los hitos orográficos que salpican nuestra tierra: Navamorquina, Serna o Cueto.

Estos párrafos tienen el deseo de aportar soluciones, al menos provisionales, a la vieja inquietud de un mozalbete que deseó aprender de la Historia.